Friday, May 05, 2006

La filosofía política de Hobbes

ESTUDIO PRELIMINAR
AL LEVIATÁN DE THOMAS HOBBES
por RICARDO ETCHEGARAY

Introducción

Thomas Hobbes nació en la mañana del viernes 5 de abril de 1588, mientras la poderosa Armada Española se desplegaba amenazante ante las costas británicas. John Aubrey, tal vez su más importante biógrafo, señala que la madre vivió el trabajo de parto en un clima de miedo ante la inminente invasión. Esta pequeña anécdota podría considerarse como un símbolo del problema fundamental al que responde la obra de Hobbes: ¿cómo enfrentar y superar el temor a la amenaza, el miedo a la guerra, el terror a la muerte violenta? El conflicto, el antagonismo y la violencia, ¿son circunstanciales y contingentes o son naturales y necesarios? La guerra y la amenaza, ¿pueden ser suprimidas o, al menos, contenidas y limitadas?


Para poder comprender la dimensión de estos problemas, es necesario situarlos en el contexto de la época y de la vida del autor. No suponemos que las condiciones históricas, culturales, sociales o psicológicas determinen a la teoría ni permitan explicarla, pero creemos que son mediaciones imprescindibles para la comprensión del pensamiento. Con este fin, se desarrollarán los tres primeros párrafos de este Estudio Preliminar: el primero, apunta a hacer perceptible contexto histórico y cultural del siglo XVII, el segundo, a visualizar las cuestiones científicas y filosóficas que se discuten durante ese tiempo, y el tercero, a destacar algunos hechos relevantes en la vida del autor. A partir de estos elementos contextuales, se desarrollarán tres apartados, en los que se focalizará en el Leviatán, para hacer explícita su estructura y tratar de visualizar cómo piensa su autor y qué aportes contribuyen a la comprensión del mundo actual.


La época moderna europea

Los historiadores definen la época moderna europea como el período histórico que se extiende desde finales de la “Edad Media” en el siglo XV hasta el inicio de la “Edad Contemporánea” hacia fines del siglo XVIII. Según este marco, la caída de Constantinopla en el año 1453 o la llegada de los europeos a América en el año 1492, podrían ser consideradas como los acontecimientos significativos que marcan la ruptura que da inicio a la “Edad Moderna”, cuyo final se simboliza con la Revolución Francesa en el año 1789. Sin embargo, la fijación de fechas precisas para las grandes rupturas o cambios de época es siempre problemática y muchas veces arbitraria, si se trata de comprender la historia como un proceso. Además, las características propias de una época ya se vienen gestando desde tiempo atrás, y los nuevos principios y los rasgos que marcan su diferencia cualitativa respecto de la anterior conviven mezcladas con los viejos.
En los párrafos siguientes se contrapondrán las concepciones modernas a las medievales, exagerando las diferencias para comprenderlas más claramente y esquematizando procesos complejos en lineamientos simples.
Se ha caracterizado a la cristiandad medieval como un período de larga estabilidad fundado en la certeza de la intervención de Dios en la historia, dirigida a la salvación. Allí se ponen en relación dos planos de la realidad que son el cielo y la tierra. La vida en la tierra es sólo una “prueba” para la verdadera vida: la vida eterna, el cielo. Entre el 1450 y el 1550 se desarrolla, siguiendo lineamientos presentes en la revolución franciscana, la etapa del Renacimiento. El arte renacentista ya no tiene como ideal el símbolo, que es la representación de la unión del cielo y de la tierra, sino que representa la belleza de la naturaleza misma. También la ciencia manifiesta este interés por la naturaleza como tal. Tal preocupación se manifiesta, entre otros casos, en el empeño de Leonardo da Vinci por estudiar esa constitución natural de los cuerpos, por ejemplo, en la estructura de los músculos del caballo o del hombre.
En el Renacimiento se manifestó un delicado equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, entre lo espiritual y lo material, entre el cielo y la tierra, donde lo sagrado y lo profano estaban entremezclados en la naturaleza armoniosa y bella de lo real. Un historiador del arte dice que “el hombre del Renacimiento cree en Dios y, a la vez, es capaz de los mayores crímenes, atrocidades e inmoralidades, de los que la historia política y social de esta época nos da innumerables testimonios. Cree en el más allá, pero al mismo tiempo se afirma fuertemente en este mundo. El arte nos brinda los ejemplos dignos de nota que ilustran fehacientemente acerca de esta diferencia entre ambas épocas [Edad Media y Renacimiento]: La Divina Comedia, del Dante, cuyo tema es esencialmente ultraterreno y pertenece a las postrimerías de la Edad Media; y, por otra parte, la pintura renacentista que, en incontables cuadros, divide el plano de la tela reservando la parte superior para escenas del cielo y la inferior para las de la tierra” .
El mundo medieval es un mundo cerrado y ordenado, que tiene conciencia de sus límites, mientras que el mundo moderno se presenta como una época de ruptura de esos límites. La unidad del mundo basada en el orden del ser (kosmos) o en el sentido de la salvación (Providencia divina), que signaba a las épocas anteriores, se rompe en una multiplicidad de fragmentos. La modernidad se manifiesta como la disolución y la destrucción de este mundo finito y cerrado de la cristiandad medieval y como la emergencia de un universo infinito y la promesa de un hombre nuevo.
Durante la cristiandad medieval, el continente europeo tiene límites objetivos y subjetivos. Objetivamente, Europa está rodeada por el Islam, que domina el mar Mediterráneo, cierra el tránsito hacia el Oriente, hostiga las costas e, incluso, ocupa territorios continentales (como la mayor parte de la península ibérica). Subjetivamente, el hombre medieval se concibe dentro de un orden, se sabe como creatura de Dios, cumpliendo con una misión específica en el plan de salvación. El mundo medieval es concebido como un universo ordenado, en el que hay una certeza o seguridad subjetiva acerca del lugar que le correspondía al hombre y a las creaturas.
Durante el siglo XV el mundo cambia objetivamente. Por un lado, se abre hacia el Atlántico, primero, bordeando la costa del África, después, con los viajes de Colón y Magallanes, atravesando el Océano. Por otro lado, los Cruzados abren el cerco del Islam, restableciendo el comercio con el Oriente, y los españoles expulsan a los árabes de la península ibérica.
Con las sucesivas campañas de las Cruzadas se produce un incentivo para el comercio, que requiere a su vez de un patrón de cambio más universal. Durante la edad media, la economía europea se apoya fundamentalmente en la agricultura, es una economía de subsistencia, una economía feudal, de trueque, es decir, que intercambia bienes con bienes. El incremento del intercambio que sigue a las Cruzadas requiere de la moneda como medio y también de su acumulación para poder saldar las deudas de financiamiento de los ejércitos y el flujo comercial creciente.
La acumulación de capital requiere, por su parte, mayor seguridad, lo cual incentiva el crecimiento de las ciudades y sus mercados. Por eso las ciudades que crecen más rápidamente fueron las ligadas al medio de transporte más barato y rápido: la navegación fluvial y marítima. Son ciudades erigidas en las márgenes de los ríos, a través de los cuales accedieron tanto al interior del continente como al mar. En un primer momento, se desarrollan las ciudades del norte de la península itálica (como Venecia, Florencia, etc.) y luego las de los Países Bajos (como Rotterdam y La Haya). Las ciudades son centros de intercambio, enclaves seguros en los que se forma una nueva clase social: la burguesía.
¿Cómo se forma la burguesía? ¿Quiénes son los burgueses? Éstas son preguntas complejas porque este nuevo actor social responde a múltiples causas. Hay que destacar que en el origen la burguesía resultó de la iniciativa individual y no de un proceso colectivo. Estos individuos (capitanes y financieros de las empresas de intercambio comercial con medio oriente, y rudimentarios industriales, que comenzaron a especializar la producción -minería, textil y metalúrgica, principalmente- a partir del incremento comercial) provienen, por un lado, de las corporaciones gremiales y artesanales de los feudos (que comienzan a abrirse con las campañas de los cruzados). Las mismas Cruzadas, por otro lado, dejan a muchos siervos sin señor y sin ocupación fija al regreso de las expediciones, pero con un conocimiento de los caminos y relaciones con los asentamientos orientales.

Se suele hablar de América como el “Mundo Nuevo”, pero no hay que pensar que a partir de los viajes de Colón haya dos mundos (uno nuevo -América- y otro viejo -Europa-) geográficamente separados. Hay dos mundos históricamente diferenciados: el viejo mundo es el mundo medieval, circunscripto al mar Mediterráneo; el nuevo mundo es el planeta entero, por primera vez unificado por el viaje de Magallanes. Es el mundo tal como se lo conoce hoy: como un globo. Se abre así, por primera vez, la posibilidad de pensar la historia globalmente, esto es, planetariamente. América hizo posible la historia planetaria, alterando el significado del concepto de lo universal, que a partir de entonces, quiere decir también planetario. Con el conocimiento de que los territorios a los que habían llegado los navegantes españoles no eran las “Indias Orientales”, sino un nuevo continente, y sobre todo, con el primer viaje alrededor del globo, comienza la historia universal en su verdadero sentido, como historia planetaria. Hasta entonces sólo había sido la historia de Europa y de los territorios vinculados a ella.

El descubrimiento tiene consecuencias de suma importancia: por un lado, se comprueba la validez de la hipótesis que sostenía que la tierra era esférica (la cual había sido muy cuestionada hasta entonces); por otro lado, se incorpora el océano Atlántico al mundo europeo, con la progresiva hegemonía de las naciones ubicadas en sus costas (España y Portugal primero, Holanda e Inglaterra después). Hacia el fin de la edad media, las ciudades más importantes eran las que tenían puertos sobre el mar Mediterráneo (Venecia, Génova, Florencia) y sobre el mar del Norte (Ámsterdam, La Haya). A partir del descubrimiento, cobran importancia las naciones que logran desarrollar la navegación de ultramar incorporando, a través de la conquista, los nuevos territorios americanos a sus reinos. La conciencia del “Nuevo Mundo” se incorpora a las naciones europeas como una ampliación del mismo mundo.
Hacia fines del siglo XV se vuelve a abrir el comercio con Oriente y se inicia la conquista de América. Las operaciones comerciales con los países lejanos requieren importantes fondos de inversión, con alto riesgo y por ello, buscan obtener la mayor ganancia posible. Ésta depende de la mayor diferencia entre el precio pagado por la mercancía comprada y el precio que se pudiera obtener al venderla en otro lugar. La mayor ganancia se obtiene, pues, al comprar una mercancía en una región que la produzca con facilidad y donde abunde (lo que abarataba su precio), para venderla en otra región donde su precio fuese elevado, a causa de la dificultad o imposibilidad de su producción. La extensión del mercado a todo el planeta y la conquista de los mercados coloniales requieren del apoyo de los Estados nacionales (al mismo tiempo que los monarcas absolutos necesitan de los sectores burgueses para controlar a las familias aristocráticas terratenientes). Así lo considera H. Denis: “el comercio lejano fue el que abrió inicialmente los mercados de la producción capitalista y promovió su desarrollo [...] En este proceso complejo, el comercio lejano tuvo un papel inicial insustituible.

“Los conquistadores europeos de la primera ola colonial –continúa el mismo autor- se dedicaron en primer lugar, al pillaje sistemático de los territorios descubiertos. Cuando quisieron establecer una explotación más regular de los recursos de aquellos territorios, se encontraron con el problema de la escasez de mano de obra. Para resolverlo, no se les ocurrió nada mejor que la esclavitud y organizaron el importante y lucrativo tráfico de esclavos que pobló de negros una parte de América”.

La apertura del mundo cristiano medieval, principalmente por la irrupción de América en la historia, desencadena un proceso de crisis en Europa: los metales preciosos traídos por los españoles y portugueses, devalúan la moneda y hacen subir los precios. Este proceso arruina a la antigua nobleza (que vivía en gran parte de rentas fijadas en dinero) y permite a los nuevos sectores enriquecidos por el comercio comprar las tierras a una nobleza terrateniente cada vez más endeudada. Muchas de estas tierras se transforman en zonas de pastoreo, con la consiguiente expulsión de los campesinos, que huyen hacia las ciudades para ser empleados miserablemente en las manufacturas o son exterminados por los gobiernos que reprimen ferozmente el vagabundeo, la desocupación y la mendicidad. Durante este período se inventan las letras de cambio, la contabilidad por partida doble y se crean los bancos que financian las empresas de los reyes y pagan a los soldados.


El Renacimiento, el Humanismo y la Reforma

Las ciudades del norte de Italia, de los Países Bajos y del norte de Alemania tienen un crecimiento acelerado hacia finales de la época cristiana medieval. Se trata de un modelo análogo al de las polis griegas. Son ciudades-puertos, muy desarrolladas comercialmente (nuclean la mayor parte del intercambio entre las localidades del continente), con un rápido crecimiento de la burguesía. Las ciudades-estado del Renacimiento constituyen un modelo de organización particular para Europa. Es el primer proyecto que se forja con la ruptura del orden feudal y el que ha estado a la vanguardia de la mayoría de los grandes cambios en las concepciones del espacio, del tiempo y de la ciencia.
El humanismo es el movimiento cultural propio de estas ciudades, cuyas expresiones son Petrarca y Bocaccio en las ciudades italianas, Erasmo en los Países Bajos y Tomás Moro en Inglaterra. Los humanistas retoman el “cosmopolitismo” de las concepciones de los filósofos helenistas, sosteniendo que el hombre es un ser libre que tiene la capacidad de tomar decisiones por encima de los poderes y los intereses terrenales. Aun cuando buscan permanecer en armonía con la Iglesia, plantean la idea de una conciencia universal al tiempo que defienden la autonomía de los individuos. Esta conciencia que postula su autonomía respecto del poder y las instituciones se desarrolla paralelamente al proceso de consolidación de la burguesía naciente que se realiza en estas ciudades y que forma el sistema bancario y financiero típicamente moderno, a partir de una abstracción cada vez mayor del valor. En las ciudades-estado se desarrolló también un nuevo enfoque del saber científico, cuyos paradigmas son Galileo Galilei y Nicolás Maquiavelo.
Desde el punto de vista del arte, en estas ciudades-estado del Renacimiento se crea una nueva manera de mirar la realidad y la naturaleza; como también, una nueva imagen del artista: surge el artista-genio, que firma sus obras. Las obras de arte dejan de ser el producto de un trabajo colectivo y se convierten en la creación de un genio individual, cuyo paradigma es Leonardo da Vinci. El artista ya no es un imitador de la naturaleza sino el creador de una obra cuya belleza no depende de la armonía de lo creado. En todo caso, el artista es un imitador de la naturaleza o de Dios en tanto creadores. El artista del Renacimiento alcanza así una mayor dignidad, deja de ser considerado un “artesano”, un fabricante de cosas útiles, y deviene en creador de obras bellas. A partir de este momento, las bellas artes se separan del resto de las artes útiles o mecánicas. Este período de la historia del arte, que llega a su culminación con las obras de Leonardo, Miguel Angel y Rafael, se ha denominado clasisismo moderno (para diferenciarlo del arte griego llamado clasisismo antiguo).
Sin dudas, la Iglesia y el clero habían tenido un lugar central durante la Edad Media, pues de ellos provenían los únicos “letrados” de quienes procede el derecho y la administración de los reinos. El principio protestante de la libre interpretación de la Biblia, independiente del Magisterio de la Iglesia, y la invención de la imprenta permiten la consolidación del principio del uso libre de la propia razón. Como dice C. Moya: “sólo aquellos que en su interior han descifrado libremente la razón divina que habla en las Escrituras pueden atreverse a escribir por su propia cuenta en el nombre soberano de la razón que funda la ciencia moderna”[1].


El surgimiento de las naciones

En la época moderna se inicia un proceso por el cual se pasa de ser una unidad institucional con una conciencia universal (la Cristiandad medieval) para construirse una nueva forma organizativa como son las naciones. La cultura europea se expandió por todo el planeta, universalizándose, a partir de esta institución particular. Por esta razón no fue “Europa” como totalidad y con un modelo único la que se expandió por todo el planeta, sino que se trató de una multiplicidad de proyectos nacionales, con características particulares y diferentes instrumentalizaciones. Inicialmente, estos proyectos nacionales coexistieron, pero, al desarrollarse, unos tuvieron éxito y otros fracasaron. La nación moderna (en rigor, sólo se puede hablar de naciones a partir de la modernidad), es una institución particular que se constituye cuando una parte logra imponerse a las otras, unificándolas. Las naciones surgen cuando una parte (una familia, un reino, una región) logra imponerse poniendo fin a la guerra civil. Análogamente, la expansión de Europa en la modernidad se realiza a partir de la hegemonía de una nación sobre el resto.
Se habla de proyectos particulares porque la nación es una institución que expresa la particularidad de los diferentes pueblos que se ha ido formando durante la época cristiana medieval. Es decir que los británicos, los galos, los germanos, los latinos, etc., dejan de participar de una institución universal para organizarse desde su particularidad. Como consecuencia, los mismos problemas (que el mundo medieval no pudo resolver y que son comunes a todos los pueblos de Europa) van a ser encarados de manera diferente en cada región, y articulados singularmente por cada pueblo.
La nación es una institución paradójica: por un lado, disuelve los vínculos naturales o históricos tradicionales (que subsumían a los individuos en la comunidad a la que pertenecía), constituyendo “ciudadanos” (individuos abstractamente iguales ante la Ley de la Nación -Constitución Nacional-); por otro lado, resulta imposible definir una nación sin hacer referencia a los contenidos particulares de la “identidad nacional”, como las etnias, las costumbres, los lazos religiosos, la raíces comunes, etc.
Se suele interpretar a la modernidad como un proceso único y homogéneo, pero en realidad se trata de un período enormemente fluido y plástico, en el que hay una multiplicidad y variedad muy rica. Los proyectos nacionales surgen desde su particularidad, pero a partir de ellos se va unificando el mundo. En consecuencia, no es Europa la que unifica al planeta sino las naciones europeas. Se fue desarrollando cada vez más una conciencia nacional, particular, y a partir de ella, con la expansión de las naciones, una conciencia planetaria, universal. El punto de partida es particular pero el resultado es universal.
La unidad nacional es una condición indispensable para que la burguesía, surgida en la modernidad, tuviera un poder competitivo frente a la nobleza feudal, y pudiera “eliminar las limitaciones de la estrecha economía medieval y, con ellas, los restos de feudalismo. Para posibilitar el establecimiento de un sistema de intercambio libre de trabas, seguro y homogéneo, este gobierno debe vencer toda resistencia, remover todo obstáculo y hacer uso de una violencia despiadada, pasando por encima de todos los horrores y miserias humanas que engendra un período de transición: resumiendo, debe allanar el camino al orden burgués en el ámbito más amplio y más autónomo posible”[2].

Para que la unidad nacional pueda ser construida, fue necesario que el rey venciese a los señores feudales, que una conciencia más amplia, más general, se impusiese a las conciencias particulares, locales, de las familias feudales. No hay que minimizar en este proceso el rol central desempeñado por el clero eclesiástico, de donde proceden los “letrados” que construyeron las bases del derecho, la administración y la organización de los nuevos reinos[3].

El sistema económico que se implantó para responder a esta nueva situación fue el mercantilismo, cuya premisa básica es que como el Estado es el que organiza toda la vida de la sociedad, requiere de muchos ingresos. Para ello se cobran altos impuestos y se crean monopolios estatales.
Así resume un historiador de las ideas económicas los principios del mercantilismo y la relación entre la burguesía y el Estado: “El mercantilismo desarrollará la tesis según la cual el Estado aumenta su fuerza favoreciendo el enriquecimiento de los ciudadanos. Los autores que defienden esta tesis son a menudo comerciantes, financieros, fabricantes. Aparentemente, su gran preocupación estriba en el poder del Estado. Pero la mayoría defiende al Estado porque cree que la prosperidad del comercio de una nación está estrechamente relacionada con la expansión del poder político del soberano y el éxito de sus campañas militares en tierra y sobre todo en el mar. Así se pasa de la idea del Estado como fin supremo de la vida humana a la idea de la riqueza como valor supremo.
[...] “Esta primera teoría de las «armonías económicas» podría resumirse diciendo que el desarrollo de la industria y de las exportaciones, que es para los comerciantes el objetivo a alcanzar (puesto que es esto lo que produce beneficios), constituye el medio para el Estado de alcanzar sus propios fines: la abundancia de hombres y de dinero; mientras que, recíprocamente, la abundancia de hombres y de dinero, objetivo del Estado es el medio que permite a los comerciantes alcanzar sus objetivos”[4]. Era un sistema de alta presión social, con muy poca dinámica interna, pero que recién hizo explosión en la Revolución Francesa, con un quiebre muy duro, precisamente, como consecuencia de la alta compresión del sistema.
En síntesis, a partir de la modernidad, es cada vez más difícil pensar en Europa como una unidad. El surgimiento de las naciones da lugar a un proceso de particularización. Se van desarrollando los diversos países, con distintos proyectos, con lenguas particulares, con idiosincrasias propias, con maneras singulares de enfrentar los problemas. Sin embargo, cada una de las naciones emergentes plantean, al mismo tiempo, un proyecto de unificación de Europa a partir de su propia particularidad. A tal punto se dificulta la percepción de Europa como unidad, que a partir de la modernidad, los filósofos y los científicos (en todas las ramas del saber) comienzan a formar tradiciones nacionales, con características singulares, y a las que hay que prestar atención para comprender las categorías y los discursos de los pensadores individuales.


La transformación de la concepción del tiempo y del espacio

En el mundo cristiano medieval, el tiempo era concebido de modo fundamentalmente cualitativo; no era algo uniforme; sus características cambiaban. Así, había días sagrados (santos) y días profanos (no santos), había días en los que se rememoraba a los muertos, días en que se festejaba a los santos. Cada día tenía características propias y distintas: era fasto o nefasto; el tiempo traía consigo buena o mala suerte. No sólo los días, sino también las horas tenían características especiales: había horas dedicadas a las oraciones, a las celebraciones, al trabajo y al descanso. El tiempo era cualitativo. No se trataba de una unidad de medida abstracta y uniforme sino variable, de acuerdo con las posibilidades que brindaba al hombre. Había un tiempo para cada cosa y cada momento tenía sus características propias, singulares.
Con la modernidad se inventan nuevas “máquinas” como el reloj. “El reloj -dice Lewis Mumford-, no la máquina de vapor, fue la máquina-clave de la moderna edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj fue a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la máquina: incluso hoy ninguna máquina es tan omnipresente”[5]. El reloj fue la condición de una transformación cultural fundamental: la uniformización del tiempo, ya que lo convirtió en una unidad medible, exacta y objetiva, igual para todos. “El concepto mecánico del tiempo surgió en parte de la rutina del monasterio”[6] -fundamentalmente en la gran “orden trabajadora” de los benedictinos.
De este modo, el tiempo se transformó en una cantidad, ya no era más algo cualitativo. Sin el reloj, el tiempo era “subjetivo”, cada uno vivía el tiempo de una manera singular y cada uno tenía una relación particular con el tiempo, a partir de la cualidad del mismo. Pero a partir de la invención del reloj, el tiempo se convirtió fundamentalmente en un número, en una cantidad, en algo que se podía “ahorrar”, y también “utilizar”. A partir de aquí, fue posible hacer economía de tiempo, el que como cantidad se convirtió en intercambiable por cantidades equivalentes. La cuantificación del tiempo estableció una unidad de medida objetiva para la producción. “Fue este marco abstracto del tiempo dividido el que se hizo cada vez más el punto de referencia tanto para la acción y la producción como para el pensamiento”[7], invirtiendo la relación entre lo orgánico y el tiempo: hasta las funciones orgánicas llegaron a regularse por el tiempo abstracto (se come no al sentir hambre, sino “a la hora de comer”).

Con la concepción del espacio sucedió algo análogo a la transformación que sufrió el concepto de tiempo. También el espacio medieval era cualitativo: cada lugar se identificaba con su cualidad. Los espacios se ordenaban de acuerdo con símbolos y valores: el lugar de la iglesia, el del cementerio, el de la feria, el del poder, etc.. Esta representación del espacio se puede ver en los pintores de la época: cuando un pintor medieval componía su obra no manifestaba el espacio tal como nosotros lo vemos (es decir, en perspectiva), sino que lo organizaba a partir del símbolo de los elementos que componen ese espacio. Así, por ejemplo, el mayor tamaño simbolizaba mayor importancia o jerarquía.

En un cuadro de un artista moderno, el tamaño de las figuras depende de las distancias que tienen desde el observador (en esto consiste la perspectiva): si la figura está más alejada es de menor tamaño, si está más cerca, es mayor. Para el medieval, la figura de mayor tamaño era la más importante (el rey, el señor, el santo), aunque estuviera al final de la composición y la figura más pequeña representaba la menor dignidad o importancia (el siervo, el campesino, etc.), aunque estuviera más cerca del observador. No se tenían en cuenta las distancias relativas al observador (leyes de la perspectiva) sino el símbolo y el valor de las figuras representadas. En las pinturas medievales se encuentra un espacio cualitativo de significados. La perspectiva convirtió la relación simbólica de los seres en una relación visual, que a su vez se convirtió en una relación cuantitativa de magnitudes.
Para la modernidad, el espacio es un sistema de coordenadas. Por ejemplo, en geometría, las coordenadas cartesianas ortogonales son un sistema por el cual es posible ubicar las cosas en el espacio; las cosas se definen por el lugar que ocupan en el espacio, pero ese lugar no está dado por el significado de las figuras que se ordenan, sino por un cierto número, una cierta distancia a otro elemento, una cantidad, una magnitud. Es un espacio matemático, un espacio de distancias. “El nuevo interés por la perspectiva -observa Mumford- llevó profundidad al cuadro y distancia a la mente”[8]. Llevó distancia a la mente porque supone un proceso previo de abstracción consistente en reducir el espacio simbólico cualitativo a un espacio cuantitativo de magnitudes.
Espacio y tiempo formaban para el hombre medieval, dos sistemas relativamente independientes. Por ello, el concepto de “anacronismo” no tiene sentido para la comprensión del arte medieval: las pinturas sobre los hechos de la vida de los santos, que representan escenas ocurridas en épocas pasadas, son ambientadas en una época y lugar contemporáneos al pintor. Con la modernidad, el tiempo medido por el reloj se reforzó con el espacio medido en perspectiva y con la confección de mapas más precisos por los cartógrafos. La cuantificación del tiempo y del espacio se extendió a todos los ámbitos de la vida, y los nuevos instrumentos de medición, potenciaron nuevos inventos: medición de latitudes, nuevas cartas de navegación, la invención del cañón (y la modernización de la guerra), etc. “En la medición del tiempo, en el comercio, en la lucha, los hombres contaron números, y finalmente, al extenderse la costumbre, sólo los números contaron”[9].


Las transformaciones técnicas

En el siglo XVII culmina la fase de desarrollo “eotécnico”, cuyo inicio se remonta varios siglos atrás. Las fuentes principales de energía de este período son el agua y el viento, y sus materiales básicos son la madera y la piedra. Hacia el final de la etapa cobra importancia el uso cada vez más generalizado del vidrio y del cristal; especialmente como elementos dinamizadores, pues de ellos se hacen lentes (que mejoran las posibilidades naturales de la visión), se hacen ventanas (por donde ingresa la luz dentro de las casas, a pesar de las condiciones climáticas adversas), y se hacen espejos (donde es posible mirar-se con claridad y tomar conciencia del propio cuerpo).
Mumford advierte que “el uso del espejo señaló el principio de la biografía introspectiva en el estilo moderno, es decir, no como un medio de edificación sino como una pintura del yo, de sus profundidades, sus misterios, sus dimensiones internas. El yo en el espejo corresponde al mundo físico que fue expuesto a la luz por las ciencias naturales en la misma época; era el yo in abstracto, sólo una parte del yo real, la parte que uno puede separar del fondo de la naturaleza y de la presencia influyente de los demás hombres. Pero hay un valor en esa personalidad del espejo que otras culturas más ingenuas no poseen. Si la imagen que uno ve en el espejo es abstracta, no es ideal o mítica; cuanto más preciso es el instrumento físico, cuanto mejor es la luz, más implacablemente muestra los efectos de la edad, la enfermedad, la decepción, la frustración, la astucia, la codicia, la debilidad, todo ello aparece tan claramente como la salud, la alegría y la confianza. Cuando se encuentra uno en perfecto estado de salud, y de acuerdo con el mundo no necesita uno del espejo, es en el período de desintegración psíquica cuando la personalidad individual se vuelve hacia la imagen soledosa para ver qué hay allí, de hecho, y qué es lo que puede agarrar, y fue en el período de la desintegración cultural cuando los hombres empezaron a levantar el espejo hacia la naturaleza exterior”.
Tres inventos caracterizan este período: el reloj mecánico (del cual ya se habló), la imprenta y la fábrica. En relación con la imprenta, dice M. McLuhan: “...Del mismo modo que lo impreso fue lo primero que se produjo en masa, fue también el primer «producto» uniformemente repetible. La línea tipográfica de tipos móviles hizo posible un producto uniforme y tan repetible como un experimento científico.[...] En este pasaje no solamente señala el arraigo de hábitos lineales, de secuencia, sino también, y es aun más importante, la homogeneización visual de la experiencia en la cultura de la imprenta, y la relegación a segundo término de la complejidad auditiva y de los otros sentidos. [...] La imprenta existe en virtud de una separación estática de funciones, y fomenta una mentalidad que resiste gradualmente cualquier perspectiva, excepto una perspectiva separativa, compartimentadora o especialista. [...] Se da, pues, esta gran paradoja en la era de Gutemberg; que su aparente dinamismo es cinemático, en estricto sentido cinematográfico. Es una serie coherente de fotogramas estáticos o «puntos de vista», en relación homogénea. La homogeneización de hombres y materiales llegará a ser el gran programa de la era de Gutemberg, la fuente de riqueza y poder desconocida en cualquier otro tiempo o tecnología”[10]. Por su parte, Mumford comenta: “la imprenta fue desde el principio un completo logro mecánico. No sólo eso, fue el modelo para todos los futuros instrumentos de reproducción, pues la hoja impresa, aun antes que el uniforme militar, fue el primer producto totalmente estandardizado, manufacturado en serie, y los mismos tipos móviles fueron el primer ejemplo de piezas del todo estandardizadas e intercambiables. Verdaderamente un invento revolucionario en todas las esferas”[11].

La fábrica, por su parte, “simplificó la recogida de materia prima y la distribución de los productos terminados, y facilitó asimismo la especialización de los conocimientos y la división de los procedimientos de producción; finalmente, proporcionando un lugar común de reunión a los trabajadores superó parcialmente el aislamiento y la falta de ayuda que afligía al artesano después de que la estructura de los gremios ciudadanos se desorganizó. La fábrica tenía en fin un doble papel, era un agente de regimentación mecánica, como el nuevo ejército, y era un ejemplo de auténtico orden social, adecuado a los nuevos procedimientos de la industria. Bajo cualquier aspecto, era una invención significativa. Por un lado, dio un nuevo motivo para la inversión capitalista en la forma de compañía con capital social y proporcionó a las clases gobernantes un arma poderosa; por otro, sirvió de centro para una nueva especie de integración social e hizo posible una coordinación eficiente de producción que sería valiosa bajo cualquier orden social”[12].

El contexto histórico y cultural del siglo XVII: el Barroco

El siglo XVII muestra un mundo cambiante: las estructuras feudales se fueron modificando aceleradamente, se desarrollaron conocimientos novedosos, se descubrió el “Nuevo mundo”, cambió la percepción de la realidad, la Cristiandad se vio dividida por la Reforma y las guerras religiosas. Las bases del mundo anterior se derrumbaron sin que pudieran desarrollarse otras que las pudieran reemplazar.
El continente europeo, durante el siglo XVII, se caracterizó por la inseguridad y la incertidumbre derivadas de una situación de guerra religiosa permanente entre católicos y protestantes. Estas luchas dividieron a las naciones europeas internamente (los grupos enfrentados dentro de cada nación) y externamente (naciones católicas enfrentadas a naciones protestantes). Toda guerra plantea un cuestionamiento de los valores y los principios de la sociedad, ya que el que enfrenta esa situación extrema no puede dejar de preguntarse si los principios por los que ha de morir “valen” más que su vida. Pero, además, tanto los católicos como los protestantes son cristianos, es decir, ambos bandos sostienen principios comunes. Por esta razón, las guerras religiosas del siglo XVII pueden ser comparadas con las guerras del Peloponeso (que fueron guerras entre griegos) o con la Primera Guerra Mundial (que fue una guerra entre las naciones europeas) ya que, al enfrentar a sociedades con principios y valores comunes, generaron como consecuencia un cuestionamiento de los fundamentos de la cultura cristiana medieval. A esto debe agregarse que el principio fundamental del cristianismo es el amor al prójimo y la búsqueda de la paz. En consecuencia, las guerras entre cristianos generaron una crisis mucho más profunda y radical, ya que ambos bandos se sostenían en principios contrarios a la guerra y terminaron por disolver el fundamento del mundo cristiano.
En la historia del arte se llama barroco al período del siglo XVII. El arte creó imágenes en las que esta realidad se plasmó y expresó plásticamente. Los autores representaban el mundo como locura, desorden, sueño e ilusión: La república del revés de Teerson o La vida es sueño de Calderón, o la expresión de Shakespeare: “La vida es un cuento contado por un idiota” son ejemplos de esta conciencia de la incertidumbre. También El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Cervantes, expresa un mundo en el que no se sabe quién es el loco y quién es el cuerdo. Se ha producido el choque de dos épocas que no se comprenden y el autor no dice quién tiene razón. Es un mundo caótico, en el que el hombre no puede encontrar su camino.
El mismo caos e idéntica mezcla pueden verse en las pinturas de Jerónimo Bosch y de Pedro Bruegel. Es un mundo inseguro y terrible, en el que los demonios y la muerte están omnipresentes. Bruegel pintó un cuadro estupendo, titulado La parábola de los ciegos, en el que se puede ver a varios ciegos en fila guiándose con el brazo puesto sobre el hombro del que va adelante. El que encabeza la caravana lleva un bastón para tantear el camino, pero cae en una zanja, arrastrando a los que le siguen, mientras que los últimos de la fila no saben qué ocurre ni qué les va a pasar. El lazarillo es un personaje característico y paradigmático en esta época. Es un pícaro que se vale de los ciegos para sobrevivir.

El mundo era representado como caótico y desordenado y el hombre que lo habitaba era concebido como un ser malo y perverso. Así lo percibieron Gracián en España y Hobbes en Inglaterra. “El hombre es un lobo para el hombre”, dice Hobbes, pues su condición natural es la guerra generalizada, una guerra de todos contra todos. San Francisco asumía la pobreza, la enfermedad o el dolor para hacer efectiva la redención del pecado, pero concebía a todas las criaturas como naturalmente buenas, por ser obras de Dios. Para los hombres del siglo XVII, cada momento es una encrucijada en la que se debe elegir y optar, pero en la que ya no se tienen “signos” que guíen la decisión y ya no basta la certeza de la fe. El hombre se encuentra solo ante la decisión. Ya no hay mediaciones de la comunidad de la fe o de la cultura para una decisión que es individual y que depende del sujeto autónomo y aislado. El hombre de este período debe resolver por sí mismo las decisiones fundamentales, como Hamlet, el protagonista de la tragedia de Shakespeare, al que se enfrenta con la disyuntiva decisiva: “¿ser o no ser?” sin la ayuda un plan divino que indique el sentido de la salvación (como en la tradición judeo-cristiana) o un destino cósmico inexorable que determine los acontecimientos (como en la tradición greco-romana).
En el siglo XVII, el mundo comenzó a percibirse desde la absoluta libertad de la subjetividad individual. Gracián lo expresó diciendo que los ojos de cada uno tiñen el mundo, siendo todos los hombres tintoreros de la realidad. El mundo se percibe desde el sujeto, desde el yo individual. Esta conciencia de sí mismo o “autoconciencia” se expresó en los retratos y en los “autorretratos”, en los que lo fundamental es la conciencia que está detrás del rostro y donde se manifiesta una tensión entre la forma y la conciencia (como en las obras de Rembrandt).
El mundo, que durante el período de la cristiandad medieval se fundaba en la certeza de la salvación, comenzó a presentarse como sostenido desde el sujeto, y en consecuencia, dependiendo de la decisión humana. Una característica de este período es que las nuevas bases aún no se habían afirmado o coexistían con el orden antiguo.
El problema expresado en la pregunta de Hamlet es típico del siglo XVII. Es un problema moderno. Es lo que se plantea la cultura occidental en su conjunto en este momento histórico. Es el equivalente para la representación, para el teatro, para el arte, de la duda cartesiana. Para Descartes -como para Hobbes- el hombre es absolutamente libre. Dice Descartes en las Meditaciones metafísicas: “Sólo la voluntad que experimento en mí es tan grande que no conozco la idea de ninguna otra más amplia y más extensa: de suerte que es ella principalmente la que me hace conocer que yo llevo la imagen y la semejanza de Dios”. El sujeto humano se define por su voluntad libre y creadora, capaz de controlar las pasiones por medio de la razón. Pero la consecuencia inmediata de esta libertad infinita es la inseguridad y la duda. Sin la limitación que ejercía el orden del mundo cristiano medieval, orientado por el plan de salvación divino, que indicaba el camino del cielo, en el que se podía interpretar la realidad histórica como acción de Dios que guía, el hombre del barroco aceptó la realidad tal como es, independientemente de su valor simbólico, suprimiendo el trasfondo sagrado, para que aparezca la estructura cognoscible.
Desde la filosofía cartesiana, la realidad tiene una trama, una serie de leyes, que el hombre puede conocer a través de la razón. Este hombre libre tiene un instrumento (la razón) que puede dar cuenta del conjunto de la realidad, la puede aprehender. Pero, justamente porque es libre de hacerlo, duda. ¿Cuál es el método cartesiano? La duda. Más aun: Descartes necesita un método porque se tiene que aproximar a una realidad para la cual no tiene una pauta previa. Ni el orden de la revelación ni el destino sirven ya de guía. Tiene que dudar porque nada se sostiene, porque todo ha cambiado. La duda está en la base. ¿Y cuál es la certeza para Descartes? La razón. La certeza se traslada desde la fe a la razón. La certeza depende del hombre como sujeto, de su decisión racional. El siglo XVII se caracteriza por la transformación del sujeto absoluto de la creación y de la historia (Dios) en el sujeto humano racional y libre. Se trata de un período de crisis en toda Europa, porque es una etapa en la que este principio de la libertad, y su correlativo, la duda, aparecen en todos los planos de la existencia. El mundo cartesiano es el del sujeto que se ha separado del fundamento divino, que duda y que no encuentra más apoyo que en sí mismo. Se constituye una nueva concepción de la realidad, en la cual el sujeto humano y el mundo están radicalmente separados: dos substancias, res cogitans y res extensa, substancia pensante y substancia extensa, alma y cuerpo. No sólo se escinden el sujeto del objeto sino que el primero está radicalmente divido en dos caras: razón ordenadora y voluntad libre creadora. El pensamiento de Descartes no desarrolla una filosofía del ser ni una teología sino una filosofía del sujeto.

La misma inseguridad (pensada desde la perspectiva política) se encuentra en los escritos de Hobbes, donde se expresa la voluntad de poder creciente de la burguesía, al mismo tiempo que su debilidad histórica, ya que necesitó aliarse con la monarquía, para vencer a la nobleza terrateniente. Era una burguesía que sólo podía contar con su propia acción ya que no tenía ningún fundamento en la tradición, en la sangre o en la ascendencia divina de sus miembros.

Los monarcas y sus cortes fueron los actores principales de este período, por lo que los historiadores lo han llamado la “época del absolutismo”. Las monarquías absolutas son la primara forma en que se manifiesta el Estado moderno. Los monarcas centralizaron y monopolizaron el poder, creando aparatos estatales y administrativos poderosos, que intervinieron en la vida de los pueblos. Francia, la España de Felipe II o la Inglaterra de Isabel I y Enrique VIII son los paradigmas de esta etapa. La cultura barroca es pues, en gran parte, una cultura cortesana, un estilo de y para la nobleza.
La imagen del poder está ligada al espacio público y a una autoridad pública que se manifiesta en ese espacio. El poder es visible: el soberano absoluto, primero, hace ostensible su autoridad con símbolos (el bastón, la corona, el palacio, las cortes, etc.); el pueblo, después, explicita su poder en el parlamento, en el control del ejército y las finanzas. Dos nociones básicas están ligadas a esta concepción del poder donde unos dan órdenes y otros obedecen: ellas son las de soberanía y ley (o legitimidad). La ley fue concebida al comienzo como un instrumento de la monarquía, restringiendo la libertad de los súbditos, prohibiendo actividades, limitando iniciativas. Es esencialmente coercitiva, represiva. Después, la ley fue apropiada por los sectores nobles y burgueses, sirviendo de protección contra la arbitrariedad de las monarquías absolutas y despóticas.


Las transformaciones en la concepción de la ciencia

La época moderna se caracterizó por un movimiento de ruptura. Básicamente, se rompió la concepción del kosmos aristotélico-ptolemaica: tanto los antiguos como los medievales concibieron el kosmos como una gran esfera cerrada, que giraba alrededor de la tierra (la que permanecía inmóvil en el centro de la esfera). Esta concepción era confirmada por los datos sensibles: se ve salir el sol por el este, elevarse hasta el centro del cielo y descender para ponerse por el oeste, mientras que la tierra se mantiene firme bajo los pies del observador. La más inmediata percepción sensible ratifica los postulados de Ptolomeo.

Aristóteles veía el cambio y la corrupción en la tierra, pero no la veía en los astros. Dividió así el kosmos en dos regiones: 1°) lo que llamó región “sublunar” o terrestre, donde rige el cambio y la corrupción, por la que las cosas (o substancias) nacen, crecen y mueren; 2°) lo que llamó región “celeste”, donde los seres son incorruptibles. Los astros son perfectos, esféricos, no cambian, sino que se mueven circularmente. No nacen crecen o mueren, permanecen.

Esta es una concepción geocéntrica, pues la tierra es el centro inmóvil del kosmos. Todos los cuerpos celestes giran circularmente alrededor de ella, moviéndose en esferas transparentes y concéntricas. En una esfera se mueve la luna, en otra los planetas, en otra el sol, o las estrellas fijas que demarcan el límite del sistema cerrado. El kosmos es finito, tiene límites. Lo infinito es sinónimo de in-definido, y por lo tanto im-perfecto. Ptolomeo retomó la teoría aristotélica (con agregados posteriores) y le sumó nociones matemáticas. La concepción de la naturaleza aristotélico-ptolemaica fue tenida por válida durante toda la antigüedad tardía y la edad media, a pesar de que ya se habían planteado hipótesis más cercanas a la actualmente aceptada.

La antigua concepción se cuestionó recién cuando Copérnico planteó la hipótesis heliocéntrica en el año 1543 (año de su muerte, en el que apareció su libro La revolución de las esferas celestes). La hipótesis de Copérnico se suscitó como respuesta a un problema: algunas órbitas celestes no seguían el curso circular, que supuestamente tendrían que seguir, de acuerdo a la teoría ptolemaica. Por eso, Copérnico su-puso que la tierra (como los otros cuerpos) estaba realizando el mismo doble movimiento de los otros planetas. El sol se convirtió así en el centro del sistema donde la tierra era un planeta más.
Pero si bien cambia el eje del sistema, subsiste la antigua jerarquización: por ser el sol el centro del sistema, debe estar en reposo, ya que la condición de estar en reposo sigue considerándose más perfecta que el estar en movimiento. Es importante hacer notar que Copérnico no tuvo modo de comprobar su hipótesis, porque no había un instrumento adecuado para observar si los hechos confirmaban los supuestos. Fue Galileo Galilei quien comprobó sus afirmaciones posibilitada por el perfeccionamiento del telescopio.

A partir del cuestionamiento del sistema aristotélico-ptolemaico, la tierra perdió su lugar de privilegio en el centro del sistema y con ella el hombre mismo fue degradado a ser un habitante de un planeta periférico. Sin embargo, paradójicamente, el hombre fue concebido como el único ser que podía comprender este universo, podía conocerlo, transformarlo y adueñarse de él, explotando la naturaleza en su propio beneficio. La razón se concibió como el poder con que cuenta para dicho dominio y la máquina, como el instrumento de transformación. A medida que esta conciencia se arraigó, el mundo se desacralizó, perdió su carácter sagrado, divino. El fundamento de la creación, que los medievales encontraban en la bondad de Dios, y el conocimiento de la naturaleza, que se hacía posible por la revelación de su Creador, se transformaron progresivamente. La razón humana como sujeto de conocimiento tomó distancia de la naturaleza a la que se en-frentaba, convirtiéndola así en ob-jeto. El fundamento de esta ob-jetividad estaba en la subjetividad del “ego cogito” (yo pienso) y el instrumento adecuado para conocerla era la razón. A partir de este momento, el mundo no tuvo ya unidad, porque esta concepción supone una separación (abstracción) cada vez mayor. Cuanto más avanzó la modernidad, más se separaron el sujeto y los objetos, alejándose cada vez más de la concepciones anteriores donde ambos estaban integrados en un todo. Cuanto más avanzó la modernidad más se fragmentaron el mundo, la naturaleza y la realidad.
Con la modernidad cambió la relación del hombre con la naturaleza y, por lo mismo, el proceso de conocimiento. Para el hombre del medioevo, conocer era desarrollar la verdad revelada para manifestar la gloria de Dios. La naturaleza, el universo eran concebidos como “ser creado”, y como tal, remitía a Dios como su “creador”, como su fundamento. Por eso, la scientia medieval (como saber acerca del fundamento de todo lo real) era Teología (conocimiento de Dios).
Para el hombre moderno, la naturaleza es lo que está frente al hombre, es ob-jectum, lo que se o-pone, lo que debe ser dominado para que sirva a los fines del hombre. Conocimiento y dominio se entrelazan. Como sostenía Bacon: “Saber es poder” y conocer es dominar. La naturaleza es lo que o-pone resistencia al dominio del conocimiento, por eso “hay que torturarla” para que responda a las preguntas de la ciencia.
Galileo Galilei (1564-1642) concluyó la obra del Renacimiento, sosteniendo la independencia de la ciencia de la naturaleza tanto de la autoridad de Aristóteles (“el” filósofo, como lo llamaban los escolásticos) como de la Biblia y de la autoridad de la Iglesia. Se abrió así el camino para la distinción de planos o ámbitos específicos: la verdad revelada a la fe y la verdad de la ciencia de la naturaleza (en tanto que esta última es obra de Dios) no pueden contradecirse, ya que proceden de la misma revelación divina, pero se mueven en campos diferentes. Se estableció entonces, paralelamente a la separación entre el sujeto y el objeto, una progresiva separación del mundo de la naturaleza y del mundo del espíritu.

Hobbes se inscribe en la geometrización de la naturaleza iniciada por Galileo, sosteniendo que “nada hay fuera de los cuerpos” y que en la naturaleza todo se produce mecánicamente. La “evidencia” del movimiento universal de los cuerpos inherente a la lógica mecanicista de Galileo extendida a los cuerpos vivientes naturales y artificiales[13].

La ruptura de la unidad conllevó una ruptura de la jerarquía medieval. Se perdió la confianza en un fin único para el conjunto de lo creado. En consecuencia, aparecieron fines particulares que fueron delimitando esferas que adquirieron una racionalidad particular desvinculada de las demás. Así, la política postuló su propio fin: la obtención y conservación del poder, desarrollando una racionalidad (un método) propia. No interesaba ya para qué se obtiene el poder, puesto que eso supondría postular fines extrapolíticos a los que el poder estaría subordinado. Lo único que interesaba era el poder mismo. El ejemplo paradigmático en el aspecto teórico se encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo. También la economía se independizó de todo otro fin que no sea el propio: el lucro, la ganancia; desarrollando una racionalidad autónoma. Por último, la ciencia adquirió su propia autonomía, aunque en este caso la cuestión resulta más compleja porque, al independizarse las regiones del ser, se postularon durante mucho tiempo fines y métodos contradictorios. Sin embargo, hoy ya se puede afirmar que lo que comúnmente se llama “ciencia” tiene una finalidad propia: el dominio técnico de la naturaleza, y su racionalidad es el llamado “método científico”. Un efecto colateral de la constitución de esta “esfera científica” fue la fragmentación interna de la ciencia, es decir, la especialización, que reprodujo a escala cada vez menor el mismo fenómeno: la postulación de una finalidad propia y una racionalidad o método propios independientes de todos los demás.
¿Qué caracteriza a la ciencia moderna de la naturaleza? En primer lugar, la eliminación de las cualidades de las cosas, análoga a la disolución del tiempo y del espacio cualitativos del mundo medieval. Galileo distinguió en todas las cosas naturales cualidades objetivas o primarias y cualidades subjetivas o secundarias. Las primeras son geométricas, medibles, universales, para todos iguales -tales como figura, magnitud, movimiento, número-; mientras que las segundas son relativas a los sentidos y su apreciación varía de un individuo a otro -tales como el gusto, el olor, el color, etc.-. La ciencia física se limitó a las cualidades primarias, mientras que las secundarias fueron relegadas al plano “subjetivo” o a las esferas no científicas de la religión o del arte. En segundo lugar, Galileo redujo todo lo complejo a lo simple, ateniéndose a lo constante o regular, de modo que pudieran predecirse y controlarse los hechos. Lo “natural” de la naturaleza es ese orden. Por eso, Galileo escribía: “La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto ante los ojos (quiero decir el universo), pero no se puede entender sin conocer la lengua y los caracteres en los cuales está escrito. Él está escrito en lengua matemática y los caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin los cuales medios es imposible entender humanamente palabra. Sin éstos es un girar vano por un oscuro laberinto”[14]. En tercer lugar, la ciencia moderna postuló el aislamiento de una región de lo que es, la limitación del campo, la especialización del interés y la subdivisión del trabajo.
Por último, es imprescindible hacer una breve referencia a la relación entre el surgimiento de la ciencia moderna y el surgimiento de la nueva clase social burguesa. Primeramente el incremento del comercio y el intercambio requirieron de los metales preciosos como “medida” del valor de cambio. Luego, las letras de cambio, la contabilidad por partida doble. Se fue pasando de lo tangible a lo intangible, a una mayor abstracción y cálculo. Se produjo un desplazamiento de los valores vitales a los valores dinerarios. “Con el tiempo -dice Mumford-, los hombres se encontraban más a gusto con las abstracciones que con las mercancías que representaban”.


En busca de un fundamento firme en el movimiento infinito

Los pensadores del siglo XVII se preguntan si el cambio, el conflicto, la guerra y la inseguridad son una excepción transitoria y contingente o si, por el contrario, se trata de una condición natural y necesaria. El filósofo inglés Thomas Hobbes investiga el problema desde una perspectiva social y política: se pregunta si el conflicto y la guerra son momentos transitorios y excepcionales de la historia de los pueblos o si son rasgos constitutivos de la naturaleza humana. Es decir, se pregunta si lo natural es la paz y la excepción la guerra o, al contrario, lo natural es la guerra y la paz, una excepción. El filósofo y matemático francés René Descartes se pregunta si es posible alcanzar un conocimiento científico seguro y firme, fundamentado en una verdad cierta e indudable o si, como afirman los escépticos, no hay verdad o (si la hay) no se puede conocer. El físico italiano Galileo Galilei se pregunta si los cuerpos tienden a la quietud y el reposo, como pensaban los antiguos o si, por el contrario, el estado natural de todos los cuerpos es el movimiento y el cambio.
Todos estos autores parten de la situación de guerra e inseguridad que se vive en su siglo y plantean este problema en algún ámbito de la realidad: la sociedad y el Estado en Hobbes, la ciencia y el conocimiento en Descartes, los cuerpos y la naturaleza en Galileo. Todos ellos plantean el cambio, el movimiento, el conflicto, la guerra o la inseguridad como un problema porque todos ellos parten del supuesto, que ha guiado a la antigüedad y al cristianismo, de que lo natural es el reposo, la quietud, la paz y la seguridad. Todos ellos parten de los mismos hechos, planteando diversos problemas que resuelven de manera análoga: señalando lo que puede dar un fundamento a la paz, a la seguridad, a la estabilidad.
En la antigüedad, las teorías sobre la naturaleza se habían construido siguiendo la filosofía de Aristóteles y los desarrollos de la astronomía de Ptolomeo. La filosofía escolástica medieval había mostrado la compatibilidad de estas teorías antiguas con las verdades reveladas por Dios, conformando un sistema de saber coherente y aceptado. Los nuevos instrumentos y descubrimientos dieron lugar, desde los siglos XV y XVI a nuevas hipótesis y teorías como las de Nicolás Copérnico, Giordano Bruno o Johannes Kepler, que planteaban una nueva concepción de la naturaleza incompatible con la aceptada desde la antigüedad. En 1616 Galileo Galilei se queja de los hombres de ciencia que, no pudiendo apelar a los argumentos y a las pruebas, confunden las hipótesis científicas con verdades de fe. Escribe en una carta a la Duquesa de Toscana: “Esos enemigos tratan de desprestigiarme por todos los medios posibles. Saben que mis estudios de astronomía y filosofía me han llevado a confirmar, en relación con la constitución del mundo, que el Sol permanece en el centro de la revolución de las esferas celestes, sin moverse, y que la Tierra se mueve alrededor del Sol y gira sobre sí. Aquellos advierten que una semejante afirmación destruye los argumentos de Ptolomeo y de Aristóteles.
“Comprendiendo que si me combaten solamente en el terreno filosófico les resultará difícil confundirme se han lanzado a proteger sus razonamientos equivocados, tras la cobertura de una religión fingida y la autoridad de las Sagradas Escrituras, aplicándolas con poca inteligencia a la refutación de argumentos que no han entendido.
“Han caído en la pretensión de que mis proposiciones son opuestas a las Sagradas Escrituras y que por tanto, son condenables y heréticas”[15]. Galileo advierte que sus colegas “no han entendido” sus argumentos. Ello es así porque sus hipótesis parten de una concepción nueva de la naturaleza que, por ser incompatible con el sentido común de la época, resulta contraria a lo aceptado como obvio.
Conforme a la nueva concepción de la ciencia, Galileo exige que las hipótesis deban ser argumentadas, fundamentadas o refutadas, pero nunca prejuzgadas. Dice en la misma carta citada anteriormente: “Si las conclusiones de la ciencia natural, demostrada de un modo verdadero no han de estar subordinadas a ningún pasaje de las Sagradas Escrituras, es necesario, antes de condenar a esas proposiciones naturales, aportar las pruebas de que no han sido demostradas de manera necesaria, pues esta tarea le pertenece, no a aquellos que la tienen por verdadera, sino a quienes la consideran falsa”[16]. Un año antes había escrito: “Me parece que en las discusiones donde se tratan problemas naturales no se debería empezar invocando la autoridad de las Sagradas Escrituras, sino que debería apelarse fundamentalmente a la experiencia de los sentidos y a demostraciones necesarias...”[17].
No hay que suponer que los colegas de Galileo fueran incultos o fanáticos religiosos que combatiesen todo tipo de inteligencia lógica o de sensatez empírica. Muy por el contrario, los argumentos de los opositores a Galileo estaban sólidamente construidos y venían avalados por una experiencia de siglos. Lo que hacía tan ajenas a estas dos posturas eran los supuestos de los que partían. El hecho de que la postura de Galileo se haya finalmente impuesto, siendo ampliamente aceptada a partir del siglo XVIII hasta el siglo XX, ha llevado a muchos historiadores a creer que sus hipótesis son obvias y naturales. Sin embargo, como observa Alexandre Koyré, “el concepto galileano de movimiento (al igual que el de espacio) nos parece tan natural [a los hombres del siglo XX] que creemos incluso que la ley de la inercia deriva de la experiencia y la observación, aunque, evidentemente, nadie ha podido observar jamás un movimiento de inercia, por la simple razón de que tal movimiento es completa y absolutamente imposible”[18].
La filosofía de Aristóteles concuerda mejor con el sentido común y la experiencia cotidiana que los presupuestos de la física de Galileo, construida según el modelo geométrico, ya que los conceptos de la geometría son heterogéneos respecto de la experiencia cotidiana y son incapaces de dar cuenta de las diferencias cualitativas o de explicar el movimiento. Para Aristóteles el movimiento es cambio y todo cambio, en tanto ejerce una suerte de violencia, afecta siempre al cuerpo que se mueve. El estado natural es, para este filósofo, el reposo, la permanencia. El reposo es el fin y la meta natural de todo movimiento. No se puede separar a un cuerpo de la región de entes a la que pertenece, de su puesto “natural”, sin ejercer sobre él algún tipo de violencia que “cause” el movimiento y provoque el cambio. El movimiento es un proceso de cambio que exige para persistir la acción continua de un motor o causa. Por el contrario, el estado de reposo no necesita de causa alguna. Para Aristóteles el movimiento no es un estado, no es algo natural, sino una ruptura de lo natural. Por eso el “estado” de movimiento (inercia) es imposible en el ámbito terrestre.
Esta concepción de la naturaleza y del espacio comienza a cambiar en los primeros siglos de la época moderna. Para la antigüedad el espacio era heterogéneo, discontinuo, finito, cerrado. Para la nueva ciencia que surge en la modernidad el espacio real se identifica con el espacio geométrico: es homogéneo, continuo e infinito. Desde esta nueva concepción del espacio, “un cuerpo está en movimiento sólo en relación con otro cuerpo que suponemos que está en reposo”. Tanto el movimiento como el reposo son concebidos como “estados” igualmente naturales. Galileo sostiene que el movimiento es algo que persiste en el ser en sí y por sí y no exige ninguna causa o fuerza para esta persistencia. Pero este supuesto no se deriva de la observación ni de la experiencia inmediata, sino del pensamiento. Escribe Koyré: “Cuando su adversario aristotélico, imbuido de espíritu empirista, le plantea la pregunta: «¿Ha hecho usted el experimento?», Galileo declara con orgullo: «No, y no necesito hacerlo, y puedo afirmar sin ningún experimento que es así, pues no puede ser de otro modo».
“Así -sigue Kokyré-, necesse (la necesidad) determina el esse (ser). La buena física se hace a priori. La teoría precede a la experiencia de los hechos. La experiencia es inútil, porque antes de toda experiencia poseemos ya el conocimiento que buscamos. Las leyes fundamentales del movimiento (y del reposo), leyes que determinan el comportamiento espacio-temporal de los cuerpos materiales, son leyes de naturaleza matemática. De la misma naturaleza que las que gobiernan las relaciones y leyes de las figuras y los números. Las encontramos y descubrimos no en la naturaleza, sino en nosotros mismos, en nuestra inteligencia, en nuestra memoria, como Platón nos lo ha enseñado otras veces. [...] El libro de la naturaleza está escrito en caracteres geométricos; la física nueva, la de Galileo, es una geometría del movimiento”[19]. La naturaleza contiene un orden racional, que es el mismo orden contenido en el pensamiento. El hombre de ciencia es el que sabe valerse de su razón para así conocer la realidad misma en su estructura, sin que la experiencia le sirva de fundamento para la ciencia.


La vida de Thomas Hobbes

El absolutismo de la dinastía de los Tudor consiguió unificar y fortalecer a los británicos, frente a los españoles, que eran la potencia hegemónica de la época. El pedido de divorcio de Enrique VIII Tudor, denegado por el Papa, terminó en la separación de la iglesia inglesa del catolicismo romano. La autonomía política del papado, favoreció la libre interpretación de la Biblia y el desarrollo de las libertades religiosas, que fueron las fuerzas motoras del liberalismo británico[20] y motivos contribuyentes a la constitución del moderno Estado nacional. En su estudio sobre el pensamiento político británico, Crossman afirma que hubo cuatro motivos concurrentes de los que nace el Estado nacional, a saber: el derecho divino de los reyes y los derechos de la conciencia, la razón y la propiedad. Indudablemente, la Reforma religiosa fue un impulso decisivo para el desarrollo del individualismo económico y la empresa privada característicos del mercantilismo.
Thomas Hobbes nació el 5 de abril de 1588 en Malmesbury. Su padre, también llamado Thomas, era pastor de la iglesia protestante. Hizo sus primeros estudios en escuelas de la zona y desde muy temprana edad se interesó por las lenguas clásicas. A los catorce años ya sabía latín y griego e hizo una traducción de Medea de Eurípides del griego al latín. A diferencia de su temprano interés por las lenguas, las matemáticas no le despertaron la misma curiosidad sino hasta que, a los 41 años leyó un trabajo de Euclides en una librería.
Estudió en la Universidad de Oxford al mismo tiempo que consiguió trabajo como tutor con la familia Cavendish, por cuyas influencias viajó al continente europeo en varias oportunidades y conoció a Francis Bacon, de quien fue traductor y secretario. Bacon era un asiduo lector de Maquiavelo e introdujo a Hobbes en el pensamiento del florentino. En 1629, durante uno de sus viajes a París, conoció al Padre Mersenne (que había traducido a Galileo al francés) y por su intermedio a Descartes, Gassendi y a Roberval. Entre 1634 y 1637 vivió en el continente y trabajó en los Elementos del derecho natural y político, que no se publicaron hasta 1650. En 1640 se inició la guerra civil inglesa y Hobbes, temiendo por su vida, se exilió en París. Durante ese tiempo se conectó con el círculo de intelectuales del Padre Mersenne, elaboró las objeciones a las Meditaciones Metafísicas de Descartes y trabajó en el De cive, que se publicó en 1642. También hizo investigaciones sobre óptica, que fueron duramente criticadas. Hobbes siguió a Maquiavelo en la construcción de una teoría política moderna, pero inscribiéndolo en la Física galileana. Mientras que Maquiavelo recurría a las analogías históricas, Hobbes se basó en una física social.
Entre 1646 y 1648 fue tutor del príncipe de Gales, exiliado en París. En 1647 (edición holandesa) y 1650 volvió a publicar De cive y al año siguiente se publicó su obra más conocida: Leviatán. A fines de este año regresó a Inglaterra, donde sus obras han extendido la sospecha y el resentimiento de los más diversos sectores. En 1655 publicó De corpore.
A los 87 años terminó de traducir los poemas homéricos al inglés. Murió en 1679 a los 91 años de edad.


El pensamiento político del autor del Leviatán

El pensamiento de Thomas Hobbes no puede comprenderse en el marco de los paradigmas antiguos greco-romanos o cristianos. Si se quisieran encontrar antecedentes en el mundo clásico, habría que buscarlos en los libros de la Historia de las Guerras del Peloponeso de Tucídides y no en la República de Platón o en la Política de Aristóteles. Los referentes modernos del pensamiento político de Hobbes se hallan en las obras de Tomás Moro y Nicolás Maquiavelo y en la concepción de la ciencia en Francis Bacon y Galileo Galilei.
Hobbes participa de la “invención moderna de la razón”, sobre cuya base será posible volver a pensar radicalmente el fundamento de la sociedad y del Estado. Su teoría del Estado como soberano señor de la paz que reina en la sociedad civil que él mismo funda, sienta las bases para las revoluciones liberales (Locke, Hume, Kant) republicanas (Spinoza, Rousseau) y socialistas (Marx, Lenin) y también para el “Imperio Universal de la Sociedad Industrial Avanzada”[21].
Como Galileo, Hobbes se propone construir una ciencia que explique la realidad natural, esto es, los cuerpos (o la materia) y el movimiento de los cuerpos (o cambio de lugar). Escribe Hobbes: “La palabra cuerpo (body), en su acepción más general, significa aquello que llena u ocupa algún espacio determinado, o lugar imaginado y no depende de la imaginación, sino que es parte real de aquello que llamamos universo. Pues siendo el universo la agregación de todos los cuerpos, no hay ninguna parte real de él que no sea también cuerpo ni cosa alguna es propiamente un cuerpo sin ser también parte del universo”[22]. En este sentido, su perspectiva ha sido caracterizada como un “materialismo científico”: materialismo, pues no reconoce ninguna realidad más allá de los cuerpos; científico, pues la realidad se explica por un conocimiento causal o demostrativo, derivado de la razón. Ésta es concebida como una capacidad de cómputo (reckoning), reductible a las operaciones básicas de adición y sustracción. “Los latinos –dice Hobbes en el Leviatán- daban a las cuentas de dinero el nombre de Rationes y al hecho de contar Ratiocinatio, y a lo que llamamos partidas en facturas o libros de contabilidad ellos lo llamaban Nomina, es decir, nombres. Y de ellos parece haber procedido la extensión de la palabra Ratio a la facultad de calcular en todas las demás cosas. Los griegos tienen una sola palabra, λογος (logos), para palabra y razón, no porque pensaran que sin razón no había lenguaje, sino porque sin lenguaje no hay posibilidad de razonar”[23]. Hobbes señala las semejanzas entre las concepciones antiguas y moderna de la razón, pero a diferencia del logos griego, indisolublemente ligado a la limitada expansión de Atenas, la razón moderna matemática es universal y está ligada a la expansión del mercado mundial. La razón moderna es una razón instrumental o -como dice Moya-, una “razón pura de dominación”[24].
Hobbes y Descartes parten de la tesis de la igualdad de todos los hombres. Este principio es un supuesto de la época moderna y estos autores son de los primeros en defenderlo. En ese sentido, son completamente innovadores. Anteriormente, tanto en la antigüedad greco-romana como en la época cristiana medieval, se tendía a pensar que los hombres son naturalmente desiguales, que hay una diferencia en la naturaleza[25] de los hombres que hace que tengan diversas capacidades, distintos poderes y jerarquías, y diferentes derechos. A diferencia de los filósofos antiguos y cristianos que partían de la tesis de que la naturaleza ha hecho a los hombres diferentes, Hobbes sostiene que todos los hombres son iguales en su naturaleza y comienza refutando el supuesto de la antigüedad: ¿De qué tipo podrían ser las diferencias en la naturaleza humana? Podrían ser de dos tipos: o bien, se trata de diferencias físicas (por ejemplo, unos son más fuertes y poderosos que los otros), o bien, se trata de diferencias mentales o de inteligencia (por ejemplo, unos son más sabios que los otros o tienen acceso a conocimientos que los otros desconocen). El argumento que Hobbes sostiene para refutar las tesis de la desigualdad natural en los dos casos es semejante: ningún hombre tiene una capacidad tan diferente de otro que justifique una diferencia de derechos. Hobbes acepta que existen diferencias de grado: por ejemplo, alguien pudo haber ejercitado más su cuerpo y llegar a ser más fuerte que otros. Pero eso no justifica que se establezca una diferencia de derechos: que alguien sea más fuerte o más inteligente no le otorga derecho a mandar sobre los demás, ni a tener privilegios que otro (menos fuerte o menos inteligente) no tenga.
¿Por qué –para Hobbes- no se puede justificar o legitimar la diferencia de derechos sobre la base de una diferencia de grado en la fuerza o en la inteligencia? Porque la diferencia de grado siempre se puede minimizar, suprimir o superar. Por ejemplo, si alguien es más fuerte que otro, éste puede asociarse con otros “débiles” y obtener una fuerza superior a la del “fuerte”. Las fuerzas conjuntas de los “débiles” resultan mayores que la fuerza del “fuerte”. En este caso, la diferencia de grado se elimina o se invierte. Otro ejemplo: una de las características de la modernidad son los nuevos inventos, como la utilización de la pólvora en las armas de fuego. Estas armas cambiaron radicalmente la teoría y la práctica de la guerra, ya que en las luchas medievales el papel decisivo era desempeñado por los señores que formaban la caballería. Un caballero es superior a cinco, diez o veinte infantes, ya que éstos son campesinos, no tienen entrenamiento militar, están mal armados y van a pie. Los señores de la guerra, en cambio, son nobles, tienen entrenamiento, disciplina, están bien armados y andan a caballo. Estas diferencias se minimizan o pierden importancia cuando se inventan las armas de fuego, porque un infante con un arma puede matar a un caballero sin acercarse y sin arriesgarse a un combate cuerpo a cuerpo. El film Kagemusha de Akira Kurosawa se inicia con una escena de una guerra en este tiempo de transición: una fortaleza es asediada por un ejército enemigo. El señor de la ciudad asediada se pasea por la muralla de la fortaleza, cuando un infante solitario del ejército atacante divisa una sombra en lo alto, dispara su arcabuz y, sin saberlo, hiere de muerte al soberano. La imagen acentúa el contraste entre el poderoso señor muerto por el insignificante campesino solitario. Las diferencias se han achatado, las distancias se han acortado y las naturalezas se han igualado[26].
Algo análogo ocurre con las diferencias de inteligencia: puede haber una persona que sea más hábil en el uso de capacidades mentales, que sea más rápida o más memoriosa que otras, pero las diferencias pueden compensarse con el entrenamiento. Hay que tener en cuenta la concepción del conocimiento que tiene Hobbes: la ciencia se forma a través de la experiencia, de modo tal que si hay diferencia en el conocimiento de dos personas, se debe solamente a que una de ellas se dedicó a estudiar unas cosas y la otra persona se dedicó a estudiar otras. Hay diferencias, ya que una conoce más del tema “X” y la otra sabe más del tema “Y”, pero si la primera, en lugar del tema “X”, se hubiese puesto a estudiar el tema “Y”, habría tenido resultados semejantes a la segunda. Por esta razón Hobbes llama “prudencia” a este tipo de conocimiento. La prudencia es la “sabiduría práctica”, el conocimiento que se va desarrollando a partir de la experiencia, sobre la base de las experiencias anteriores.
Sentada la tesis de la igualdad natural de todos los hombres, parece allanado el camino para explicar la sociabilidad y la vida en común, ya que eran las diferencias naturales las que se percibían como un escollo al orden social estable. Sin embargo, Hobbes demuestra, paradójicamente, que la igualdad natural entre los hombres no conduce a la sociabilidad sino que hace de los humanos seres antisociales, inmersos fatalmente en el conflicto.
La filosofía política de Hobbes responde a los problemas de su siglo: la inseguridad y el temor (derivados de la guerra, del desorden social, de la miseria y la corrupción). Éstos son hechos traumáticos que requieren alguna explicación por parte de la ciencia. Hobbes se plantea si tales hechos responden a circunstancias transitorias y contingentes o si están arraigados en la naturaleza y son necesarios y permanentes. Para poder dar respuesta a este problema estudia la constitución del ser humano, realiza una investigación de la estructura física y biológica de la naturaleza humana. Indaga las capacidades, los rasgos, los poderes propios del cuerpo humano y presenta los resultados de su investigación en la primera parte del Leviatán, titulada “Del hombre”. El pensamiento de Hobbes persigue dos fines principales: por un lado, tiene una finalidad teórica, cual es poner a la filosofía social y política sobre bases científicas; por otro lado, se propone un fin práctico: contribuir al establecimiento de la paz[27].
Después de haber estudiado la naturaleza del hombre, en la primera parte del Leviatán, Hobbes se propone, en la segunda parte, tratar de reconstruir las condiciones de vida de este hombre en estado natural, y demostrar cómo los hombres así constituidos por la naturaleza se habrían relacionado entre sí. A diferencia de los filósofos griegos y cristianos, que consideraban a los individuos como componentes de una totalidad orgánica que los contenía y los fundaba, Hobbes parte del hombre individual como un ser naturalmente constituido con anterioridad e independencia a cualquier asociación o acuerdo con otros individuos.
En el Leviatán describe al hombre como una máquina compleja, semejante a los otros animales en cuanto a que su fin principal es la supervivencia o autoconservación. Como Galileo, piensa que la naturaleza puede ser reducida a elementos simples como son los cuerpos y el movimiento de los cuerpos. Estos elementos pueden ser conocidos ya que el rasgo esencial de los cuerpos naturales es que son medibles, cuantificables, matemáticos. Mientras que Galileo se ocupa de los cuerpos en general, Hobbes se interesa por los humanos, pero ambos los estudian a partir de la misma ley fundamental: el principio de conservación del movimiento o principio de inercia, según el cual todo cuerpo se mantiene en un movimiento rectilíneo y uniforme mientras no obren sobre él fuerzas externas. El cuerpo humano, como los otros animales, tiende a mantener su movimiento natural: tiende a la conservación de su propio movimiento vital, a la autoconservación de la vida. Como todos los hombres son naturalmente iguales en sus capacidades, pero dado que los recursos para la supervivencia son escasos e insuficientes para todos, cada uno se ve obligado a luchar con los demás para conseguir aquello que necesitaba para sobrevivir y para evitar que el otro se los quite. Como consecuencia de lo anterior, todo hombre tiene que ver a los otros como una amenaza potencial para su propia conservación, aunque algún individuo pueda haber desarrollado una fuerza o un poder suficientemente grande como para no temer amenazas cercanas o inmediatas, siempre está la posibilidad de que algún otro venga con una fuerza mayor (o con una mayor astucia) y le quite todo. Esta posibilidad genera una situación de enorme inseguridad.
De Bacon y, sobre todo, de Maquiavelo, Hobbes aprendió a buscar en las pasiones (y no en la razón) el motor de las acciones, a diferencia de los antiguos que pretendían derivarlas de la virtud o de la perfección. Intentó deducir la ley natural de la pasión, que es lo que mueve a los cuerpos vivientes. La conducta humana debe interpretarse según una “psicología mecanicista de las pasiones”[28]. De las pasiones se deduce el estado de naturaleza y de él se deriva la inseguridad y la guerra. Según Hobbes, hay tres causas principales de discordia en la naturaleza humana: la competición, la inseguridad y la gloria[29]. A diferencia del pensamiento antiguo y medieval, Hobbes cree que el hombre no es un ser social por naturaleza sino que, por el contrario, es naturalmente proclive a hacer daño al otro[30]. Contra los que afirman que el hombre es un ser social por naturaleza basándose en los ejemplos de algunas especies animales como las abejas o las hormigas, Hobbes propone seis argumentos: 1) Los hombres están en permanente competencia por el honor[31] y la dignidad, cosa que no ocurre con los otros animales. 2) Entre los animales el bien común y particular o privado coinciden, mientras que entre los hombres no ocurre lo mismo. 3) Como los animales carecen de razón, no pueden encontrar defectos en la administración de lo público, mientras que hay muchos hombres que se creen más capaces y mejores que los otros para el gobierno de lo común. 4) Los hombres, a diferencia de los animales, poseen la palabra que les permite magnificar y distorsionar la bondad o la maldad de las acciones de los otros, introduciendo el descontento y turbando la paz. 5) La razón humana hace posible la distinción entre daño e injuria, dando lugar a la ofensa. 6) Entre los animales el acuerdo resulta del instinto natural, mientras que entre los hombres es el fruto de un pacto artificial.

Pero si existen ciertas pasiones que impulsan a los hombres a la guerra, existen otras que los inducen a la paz, como “el temor a la muerte, el deseo de aquellas cosas que son necesarias para una vida confortable y la esperanza de obtenerlas por su industria”[32].

Hobbes advierte que el “egoísmo” de los seres humanos es una tendencia natural, es un hecho, un dato y, como tal, no puede ser juzgado moralmente. Es decir que el “instinto” o deseo de autoconservación, como todos los deseos naturales, no es moralmente bueno ni malo. Así como no se puede decir que el león que mata al venado para saciar su hambre, realice una mala acción o sea malo, así tampoco puede juzgarse moralmente a los deseos humanos naturales. De acuerdo con su naturaleza o esencia, los individuos tienen un derecho ilimitado a la autoconservación y al desarrollo de su poder con vistas a la autoconservación. De la libertad absoluta de los individuos en el estado de naturaleza[33] y de la escasez de los recursos se deriva necesariamente un estado de guerra universal de todos contra todos y, con él, la amenaza permanente a la propia vida y propiedades; es decir, una situación de permanente inseguridad que no desaparece aun cuando se desarrolle un enorme poderío político y militar.
“Dado que la condición del hombre -dice Hobbes- es condición de guerra de todos contra todos, en la que cada cual es gobernado por su propia razón, sin que haya nada que pueda servirle de ayuda para preservar su vida contra sus enemigos, se sigue que en una tal condición todo hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de los demás. Y, por tanto, mientras persista este derecho natural de todo hombre a toda cosa no puede haber seguridad para hombre alguno (por muy fuerte y sabio que sea) de vivir todo el tiempo que la naturaleza concede ordinariamente a los hombres para vivir”[34].
El temor a la muerte es el fundamento último de la soberanía del Estado[35], así como el temor al castigo y la sujeción a las leyes instaura la paz. El temor a la muerte es retraducido en temor a la trasgresión legal, como temor a la ira del Estado. La gloria y el honor, característicos de la aristocracia feudal, son reemplazados por las pasiones burguesas tendientes a la seguridad. “Cuando el Estado es capaz de imponer temor y respeto a todos, cuando es capaz de imponer sus leyes con el acatamiento explícito de la inmensa mayoría de sus súbditos, su gobierno no produce terror, sino seguridad colectiva de todos”[36].
¿Cómo sería posible contener, restringir o limitar (ya que por ser una consecuencia necesaria de la naturaleza del hombre es imposible eliminar) el estado de inseguridad derivado de la guerra? La única manera en que el derecho natural ilimitado de los hombres sea contenido o limitado es que ellos mismos quieran hacerlo; mediante un pacto voluntario, por el cual los individuos transfieren “la libertad que cada hombre tiene de usar su propio poder, como él quiera, para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida y, por consiguiente, de hacer toda cosa que en su propio juicio y razón, conciba como el medio más apto para aquello” a un hombre o asamblea de hombres con el fin de “erigir un poder común capaz de defenderlos de la invasión extranjera [guerra externa] y las injurias de unos a otros [guerra interna]”[37]. El poder del Estado se funda en el contrato y su único fin es la defensa, es decir, la seguridad y la paz interior[38].
Hobbes piensa, por primera vez en la época moderna, las condiciones de la vida social. La autoafirmación de los individuos en una suerte de dialéctica de interacción, no se realiza sin contradicción, porque la relación entre los individuos no se fundamenta en el bien común, en la comunidad, sino que se trata de una dinámica de los cuerpos: los cuerpos se mueven, pero cuando el espacio es limitado y los cuerpos muchos, chocan entre sí y ven sus movimientos mutuamente limitados[39]. El pacto es lo que va a poner ciertos límites al movimiento naturalmente ilimitado, precisamente para que el movimiento pueda desarrollarse y no termine por aniquilarse completamente.
El pacto social que da origen al Estado no resulta de una tendencia natural y sólo puede mantenerse por la amenaza de la fuerza. Dicho de otra manera: la soberanía del Estado no se funda en la sociabilidad natural o en la concordia, sino en la violencia y en la fuerza, puesto que, a diferencia de lo que pensaba Aristóteles, el bien común no basta para mantener unidos a los hombres.
El Leviatán -escribe Hobbes- es “una commonwealth, o Estado, en latín civitas, que no es otra cosa más que un hombre artificial[40]; aunque de mayor estatura y vigor que el hombre natural, para cuya protección y defensa fue ideado”[41]. La única función del Estado es, en consecuencia, garantizar la paz y la seguridad (en la vida y la propiedad) de los individuos mediante la imposición de la Ley. Como dice L. Berns: “se cambia obediencia por protección”[42].
Como la legitimación de los actos del soberano proviene de un pacto en el cual él no es parte contratante, sus acciones no pueden ser deslegitimadas por los individuos contratantes. Dicho de otro modo: como el problema de la inseguridad se deriva de la naturaleza del hombre, no es posible erradicarlo pero sí limitarlo. Se contiene el mal mayor creando un mal necesario, pero menor: el poder soberano del Estado. “Sólo el más grande de los poderes terrenales puede gobernar el orgullo del hombre”[43].

El poder soberano del Estado es absoluto e incluye (1) El poder policíaco o represivo, (2) el poder legislativo, (3) el poder judicial y (4) el poder de censura. El Estado hobbesiano no admite el derecho a la rebelión o resistencia por parte de los súbditos y sólo les reconoce un único derecho inviolable e inalienable: el de la propia conservación.

En el capítulo XVII del Leviatán, Hobbes define la esencia del Estado o commonwealth del siguiente modo: “es una persona, de cuyos actos una gran multitud, por mutuo consentimiento de unos con otros, han hecho a cada uno de ellos autor, para cuyo fin puede usar la fuerza y medios de todos ellos, como crea necesario para la paz y defensa común”[44].
“Una multitud de hombres se hace una persona cuando son representados por un hombre o una persona siempre que se haya hecho con el consentimiento de cada uno en particular de los de aquella multitud, pues es la unidad del mandatario, no la unidad de los representados, lo que hace de la persona una, y es el mandatario el portador de la persona, y de una sola persona. La unidad en multitud no puede entenderse de otra forma”[45].


La libertad natural y la libertad civil

¿En qué consiste la libertad para Hobbes? Dice en el Leviatán: “Libertad, o independencia, significa (propiamente hablando) la falta de oposición (por oposición quiero decir impedimentos externos al movimiento); y puede aplicarse a criaturas irracionales e inanimadas no menos que a las racionales”. La libertad hobbesiana es la trascripción del principio de inercia galileano al ámbito de los cuerpos humanos: es la ausencia de fuerzas externas que limiten el movimiento natural tendiente a la conservación de la propia vida. El texto sigue así: “Pues de cualquier cosa atada o circundada como para no poder moverse sino dentro de algún cuerpo externo, decimos que no tiene libertad de ir más allá. Y lo mismo acontece con todas las criaturas vivientes mientras están aprisionadas o en cautividad, limitadas por muros o cadenas; y con el agua mientras está contenida por diques o canales, cuando en otro caso se desparramaría sobre una extensión mayor. Solemos entonces decir que tales cosas no están en libertad para moverse como lo harían sin esos impedimentos externos. Pero cuando el obstáculo al movimiento está en la constitución de la cosa misma no solemos decir que le falta la libertad, sino el poder de moverse; como cuando una piedra yace quieta, o un hombre es atado a su cama por una enfermedad”.
Definida de esta forma, la libertad no es ni una característica exclusiva del hombre ni es igual para todos los hombres, a tal punto que podría ser diferente en cada uno (como consecuencia de las diferentes edades, sexos, fortaleza, salud, posición social, herencia, etcétera). Así, un hombre encerrado en una casa es más libre que otro encerrado en un cuarto o en una celda. Análogamente, podría decirse que un hombre educado o instruido es más libre que el que no lo es y el imaginativo es más libre que el corto de imaginación, aunque para Hobbes “cuando las palabras libre y libertad se aplican a cosas distintas de cuerpos se comete un abuso, pues lo no sujeto a movimiento no está sujeto a impedimento”. No obstante, Hobbes también entiende la libertad en un sentido más acotado a lo social como la ausencia de límites a la acción en lo que no está prohibido por la ley («el silencio de la ley»).
La concepción hobbesiana de la libertad que se acaba de explicitar ha sido defendida y criticada desde distintas perspectivas. Una interesante crítica, que pone en claro las falencias y limitaciones de la definición anterior, es la siguiente: “De acuerdo con esta definición, una roca rodando por una ladera y un oso hambriento vagando por los bosques podría decirse que son «libres». Pero, de hecho, sabemos que el rodar de una roca está determinado por la gravedad y por la inclinación de la ladera, del mismo modo que la conducta del oso está determinada por la compleja interacción de una serie de deseos naturales, instintos y necesidades. Un oso hambriento vagando por el bosque es «libre» sólo en un sentido formal. No tiene otra elección que responder a su hambre y a sus instintos. Los osos no hacen huelgas de hambre en defensa de las más altas causas. Las conductas de la roca y del oso están determinadas por su naturaleza física y por el medio natural que los rodea. En este sentido son como máquinas programadas para funcionar de acuerdo con ciertas reglas, de las cuales, en última instancia, las leyes de la física son las fundamentales.
“Así, Hobbes, en fin de cuentas, no cree que el hombre sea libre en el sentido de poseer la capacidad para las decisiones morales. Puede ser más o menos racional en su conducta, pero la racionalidad sirve simplemente a fines como la conservación de sí mismo, que son dados por la naturaleza. Y la naturaleza, a su vez, puede explicarse plenamente por las leyes de la materia en movimiento”[46]. Otros autores como Rousseau, Kant, Hegel o Marx parten de una concepción diferente del hombre, considerándolo “capaz de verdaderas decisiones morales, o sea, de elegir entre dos cursos de acción, no simplemente a base de la mayor utilidad de uno o de otro, no como resultado de la victoria de un conjunto de pasiones e instintos sobre otro, sino gracias a una libertad inherente de hacer y seguir sus propias reglas. Y la dignidad específica del hombre reside no en una capacidad superior de calcular, que lo hace una máquina más inteligente que los animales inferiores, sino precisamente en su capacidad de libre elección moral”[47]. La moral hobbesiana es hedonista y utilitaria; lo primero, en tanto sostiene que el bien y el placer coinciden, lo segundo, en la medida en que considera que la razón es esencialmente un instrumento de cálculo y no la sede de la autonomía moral. Para Hobbes, el hombre se distingue de los animales superiores por sus capacidades de cálculo y previsión y no, como en Rousseau o Kant, por la autonomía moral.
Según Hobbes, la libertad no depende exclusivamente de la voluntad, sino de cualquier límite a la capacidad de movimiento. “Un hombre libre es quien en las cosas que por su fuerza o ingenio puede hacer no se ve estorbado en realizar su voluntad”. La falta de libertad consiste siempre en un obstáculo o límite a lo que se puede hacer, al poder. La libertad natural es el poder de hacer todo lo que se puede. La libertad, así comprendida, no es incompatible con el miedo o con la necesidad. Esta libertad no está atada a pacto alguno y se rige solamente por la ley natural.
Otro es el caso de la libertad social o, como Hobbes la llama, “la libertad de los súbditos”. Ésta supone el pacto y las leyes civiles que de él se derivan y está, consecuentemente, atada a ellos; pero en todas las acciones no previstas por la ley, cada uno es completamente libre. “La libertad de un súbdito yace por eso sólo en aquellas cosas que el soberano ha omitido al regular sus [las del súbdito] acciones. Como acontece con la libertad de comprar y vender, y con la de contratar, elegir el propio domicilio, la propia dieta, la propia línea de vida, instruir a sus hijos como consideren oportuno y cosas semejantes”. Se trata de la libertad burguesa, también llamada libertad privada.


La vigencia del pensamiento político de Hobbes

A pesar de (o, tal vez, a causa de) ser el filósofo más sistemático que ha generado la tradición británica, Hobbes evidencia algunos “absurdos” en su pensamiento, señalados por R. Crossman[48]. El primero está en defender la monarquía absoluta sobre la base del pacto social y no sobre el derecho divino de los reyes. El segundo reside en perseguir la seguridad individual negando toda justificación del derecho de rebelión. El tercero radica en la construcción de un sistema científico que niega la libertad de pensamiento. El cuarto consiste en criticar la individualidad de la conciencia al tiempo que basa al Estado en un contrato accesible a todos los individuos desde su propia conciencia.
Es claro que estos absurdos señalados no son incongruencias en la deducción o en el razonamiento. Se trata de una inconsistencia entre los supuestos fundamentales del edificio conceptual y los fines para los que fue construido. Difícilmente pueda señalarse una contradicción inmanente en las deducciones de Hobbes, pero sí pueden percibirse ciertas contradicciones entre los principios y los fines. Unas décadas después, John Locke señala el absurdo de esta manera: “quien intentare poner a otro hombre bajo su poder absoluto, por ello entra en estado de guerra con él, lo cual debe entenderse como declaración de designio contra su vida”[49]. A mediados del siglo XIX, John Stuart Mill lo señala de la siguiente manera: “Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por innumerables buitres, era indispensable que un ave de presa más fuerte que las demás se encargara de contener la voracidad de las otras [Hobbes]. Pero como el rey de los buitres no estaba menos dispuesto a la voracidad que sus congéneres, resultaba necesario precaverse, de modo constante, contra su pico y sus garras”[50].

No obstante las contradicciones y los absurdos señalados desde diversas perspectivas, la teoría de Hobbes es la primera en enfrentar el absurdo fundamental de la filosofía política: la sociedad se constituye a partir del conflicto y de la guerra. Es el intento de responder a esta cuestión fundamental de toda filosofía política lo que ha hecho del pensamiento hobbesiano un hito ineludible en la comprensión de las ciencias sociales.

Existe otro motivo por el cual la lectura del Leviatán es necesaria hoy: Hobbes vive en un tiempo de transición, análogo al que nos toca vivir en los comienzos del siglo XXI y se esfuerza por comprender y explicar el surgimiento de los Estados nacionales modernos, así como nosotros y nuestros contemporáneos tratamos de entender el pasaje de los Estados nacionales al Imperio global[51].

NOTAS:


[1] Moya, C.: "Introducción al Leviatán de Thomas Hobbes, en Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 26.
[2] Horkheimer, M.: Historia, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 46.
[3] Cf. Moya, C.: Introducción al Leviatán de Thomas Hobbes, en Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 18.
[4] Denis, H.: Historia del pensamiento económico, Barcelona, Editorial Ariel, 1970, pp. 90 y 97. [5] Mumford, L.: Técnica y civilización, Madrid, Editorial Alianza, tercera edición, 1979, p. 31.
[6] Ibídem.
[7] Mumford, L.: 1979, p. 33.
[8] Mumford, L.: 1979, p. 37. Cursivas nuestras.
[9] Mumford, L.: 1979, p. 39.
[10] McLuhan, M.: La galaxia Gutemberg, Madrid, Aguilar, pp. 180-3. Cf. pp. 221 ss. la relación entre la imprenta y el pensamiento de Descartes.
[11] Mumford, L.: 1979, p. 152.
[12] Mumford, M.: 1979, p. 155.
[13] Cf. Moya, C.: Introducción al Leviatán de Thomas Hobbes, en Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, pp. 44 y 47.
[14] Galilei, G.: Il Saggiatore, citado por R. García Orza, Método científico y poder político. El pensamiento del siglo XVII, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1973, p. 24.
[15] Galileo Galilei: “Carta a Cristina de Lorena Gran Duquesa de Toscana” (1616), citado por García Orza, R.: Bacon/Descartes/Galilei/Locke/Spinoza: Método científico y poder político. El pensamiento del siglo XVII, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1973, pp. 48-9. Cursivas nuestras.
[16] Galileo Galilei: Obra citada, 1973, p. 50. Cursivas nuestras.
[17] Galileo Galilei: “Carta a Cristina de Lorena Gran Duquesa de Toscana” (1615), citado por García Orza, R.: Bacon/Descartes/Galilei/Locke/Spinoza: Método científico y poder político. El pensamiento del siglo XVII, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1973, p. 52.
[18] Koyré, A.: “Galileo y la revolución científica”, en Estudios de historia del pensamiento científico, México, Siglo XXI Editores, 1973, p. 183. El movimiento inercial sólo es posible cuando no existen “fuerzas externas” que tengan injerencia sobre el móvil, pero en las condiciones de la gravitación terrestre la fuerza gravitacional influye siempre sobre la fuerza inercial. Por eso dice Koyré que tal movimiento es imposible.
[19] Koyré, A.: 1973, pp. 193-4. Énfasis nuestro.
[20] Cf. Crossman, R.H.S.: El pensamiento político inglés en la tradición europea, en Mayer, J.P.: Trayectoria del pensamiento político, México, F.C.E., 1961, p. 126.
[21] Cf. Moya, C.: Op. Cit., 1979, p. 15.
[22] Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 459.
[23] Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 145.
[24] Cf. Moya, C.: Op. Cit., 1979, p. 56.
[25] “As has been shewn before, all men are equal. The inequality that now is, has been introduced by the laws civil. I know that Aristotle in the first book of his Politics, for a foundation of his doctrine, maketh men by nature, some more worthy to command, meaning the wiser sort, such as he thought himself to be for his philosophy; others to serve, meaning those that had strong bodies, but were not philosophers as he; as if master and servant were not introduced by consent of men, but by difference of wit: which is not only against reason; but also against experience.” (Hobbes, T.: Leviatán, cap. XV).
[26] La igualdad natural más importante –dice Berns- es la igual capacidad de todos los hombres para matarse unos a otros (Berns, L.: 1993, p. 380).
[27] Cf. Berns, L.: 1993, p. 377.
[28] Berns, L.: 1993, p. 379.
[29] “So that in the nature of man, we find three principal causes of quarrel. First, competition; secondly, diffidence; thirdly, glory”. (Hobbes, T.: Leviatán, chapter XIII).
[30] “If now to this naturall proclivity of men, to hurt each other, which they derive from their Passions, but chiefly from a vain esteeme of themselves” (Hobbes, T.: De cive, chapter 1, XII).
[31] Los hombres son impulsados por sus pasiones a la competencia. En el estado natural de guerra de todos contra todos sólo rigen las leyes del honor, que mandan “abstenerse de la crueldad dejando a los hombres [vencidos] sus vidas e instrumentos de labranza”. No se trata, pues, de una actitud compasiva o liberal, sino natural, anterior a la sociedad y a la moral. Resulta curioso, desde esta perspectiva que un liberal contemporáneo como Richard Rorty sostenga que el rasgo distintivo del liberalismo es el intento de reducir la crueldad a su mínima expresión.
[32] “The passions that incline men to peace, are fear of death; desire of such things as are necessary to commodious living; and a hope by their industry to obtain them” (Hobbes, T.: Leviatán, chapter XIII).
[33] El “estado de naturaleza” no es un período histórico sino una hipótesis teórica que se confirma en la experiencia.
[34] Hobbes, T.: Leviatán, Madrid, Editora Nacional, 1979, p. 228.
[35] Cf. Berns, L.: 1993, p.386.
[36] Cf. Moya, C.: Op. Cit., 1979, p. 89.
[37] Hobbes, T.: 1979, pp. 227-8.
[38] “La causa final, meta o designio de los hombres (que aman naturalmente la libertad y el dominio sobre otros) al introducir entre ellos esa restricción de la vida en repúblicas es cuidar de su propia preservación y conseguir una vida más dichosa” (Hobbes, T.: Leviatán, cap. XVII).
[39] “Porque las leyes de la naturaleza (...) son por sí mismas contrarias a nuestras pasiones naturales, que llevan a la parcialidad, el orgullo, la venganza y cosas semejantes cuando falta el terror hacia algún poder (without the terror of some power)” (Ibidem).
[40] Como señaló L. Berns, “Hobbes fue el primero en definir la asamblea como una persona” (Cf. Berns, L.: 1993, p. 385).
[41] “For by art is created that great Leviathan called a Commonwealth, or State, in Latin Civitas, which is but an artificial man; though of greater stature and strength than the natural, for whose protection and defence it was intended; and in which the sovereignty is an artificial soul, as giving life and motion to the whole body” (Hobbes, T.: Leviatán, Introduction).
[42] Berns, L.: 1993, p. 386.
[43] Berns, L.: 1993, p. 389.
[44] “…the essence of the commonwealth; which, to define it, is one person, of whose acts a great multitude, by mutual covenants one with another, have made themselves every one the author, to the end he may use the strength and means of them all, as he shall think expedient, for their peace and common defence”. (Hobbes, T.: Leviatán, chapter XVII).
[45] “A multitude of men, are made one person, when they are by one man, or one person, represented; so that it be done with the consent of every one of that multitude in particular. For it is the unity of the representer, not the unity of the represented, that maketh the person one. And it is the representer that beareth the person, and but one person: and unity, cannot otherwise be understood in multitude”. (Hobbes, T.: Leviatán, cap. XVI).
[46] Fukuyama, F.: El fin de la historia y el último hombre, Barcelona, Editorial Planeta-Agostini, 1994, pp. 214-15. Énfasis nuestros.
[47] Ibídem.
[48] Cf. Crossman, R.H.S.: 1961, p. 127.
[49] Locke, J.: Segundo ensayo sobre el gobierno civil, cap. 3, 17.
[50] Mill, J. S.: Sobre la libertad, traducción de Josefa Sainz Pulido, Madrid, Hyspamérica, 1980, p. 24. Corchetes nuestros.
[51] Cf. Žižek, S.: Star Wars o la venganza del capital, Revista Ñ, N° 81, 16 de abril de 2005, p. 32 ss.